miércoles, 25 de diciembre de 2013

Conversaciones sobre País de nieve de Kawabata*

*Ensayo publicado originalmente en la revista Caratula número 46. Ver aquí


Juan Galván Paulin
Ni por extraña ni por lejana, la creación literaria japonesa deja de ser sutil, ni abandonar su lánguida belleza, como tampoco dejar de lado la incisiva profundidad en el alma de sus protagonistas. Así lo muestra Juan Galván Paulín en este ensayo sobre la novela País de Nieve, del Premio Nobel de Literatura 1968 Yasunari Kawabata, maestro de la concisión y de la estética de los sentimientos en las facetas del amor.

...visto a través de la ventana de un tren el paisaje es tensión de la nostalgia; no por lo que se deja atrás, sino porque seguramente al llegar a destino toda evocación cobrará su temperatura, se hará evidente esa viscosidad del recuerdo que gotea en el alma, pues el recorrido, lo que deja atrás el vagón es una forma de la distancia, en realidad un desplazamiento temporal que se incrustará en la memoria: el para siempre es la primera huella del olvido en las mutaciones de la ausencia y su dolor reviniente; eso que miramos desde la ventana del tren, eso de lo que huye o se oculta la mujer de la pintura de Edward Hopper, Compartimento C, coche 193, sentada al extremo de la butaca que da al pasillo (laberinto lineal para otras soledades), es suma de instantes anónimos que nos obliga a rememorar hasta el conjuro ese momento en que descubrimos en el vidrio que lo que miramos es nuestro rostro, un visitante marcado con el gesto de su desconcierto, las huellas de lo pospuesto, de los deseos acaso traicionados por la miseria de esa amnesia de nuestras derrotas, que ningún viaje o huida o bullicio en cualquier andén puede aliviar… así es el paisaje de sí mismo que Shimamura intenta ver en el rostro de Yoko en el tren que los lleva, a partir de ese momento no más desconocidos uno del otro, al pueblo en las montañas donde él pasará el invierno, en el que la aprendiz de geisha, Komako, lo espera para calentar sus noches de cualquier modo; pueblo en el que Yoko decantará su presencia en el deseo agazapado e intruso de Shimamura, semejante al que nos provoca la mujer del Compartimento C…, próxima a la mirada, a lo que su postura nos invita a imaginar: su rostro apenas descubierto por el sombrero, toda ella invitándonos secretamente a besarla, a inmiscuirnos en su ámbito y poseernos en el misterio de su existencia, pero tan ajena… una mujer derrotada, no vacía sino sola como puede estarlo aquella que, por sobre toda prevención o advertencia o ritualidad, decide ir más allá de esa cortesía que la amistad obliga a practicar entre la geisha y su contratante: eso se develará en Komako, eso será el dolor rezumando en su deseo… lo que Shimamura ve en Yoko en el tren, lo que Komako le entrega una y otra vez, es el motivo de País de Nieve, novela donde Yasunari Kawabata narra, en una disección hecha con un fino pincel que penetra la médula de las cosas y el interior de la condición humana, el anhelo como eje donde el hombre y la mujer se abisman a la espera de la aparición de ese territorio para la mirada en el que el apetito se larva: atisbo fugaz de un fragmento de piel que asoma fortuita o intencionalmente por los pliegues de una manga, en el vaho de una ausencia marcada en el lecho, en la inquisición que Komako hace a su propia conciencia en la que, al abjurar de su amor por Shimamura, más penetra la evidencia de los años que ha pasado a la espera de su arribo cada temporada: tiempo en que todo se detiene, en el que únicamente existe la respiración en vilo que inflama el cuerpo de Shimamura quien, ceremoniosamente (porque ese atisbo a la piel y su abrasamiento no son instinto sin más, impulso, sino el rictus con el que nos da tregua la muerte: erotismo, uno que, para Kawabata, es lo que denota la vibración de los actos y de las cosas, la cualidad de su belleza continente) se impide acariciar, detiene el beso, sólo posa la mirada para prolongar el súbito de la visión, retenerla y a partir de ahí convertirla en ritual memorioso que repte de nuestro cuerpo a la conciencia y a la dermis y así dotarnos de un ansia que incinere lentamente, devenga prolongación hacia el instante de su consumación para que, entonces, todo desamparo desaparezca en una placidez originaria, momentáneamente… la placidez inaprehensible de lo bello como cualidad que inviste el espacio -y con éste lo que en él permanece o se desplaza o lo mira- es con lo que Kawabata teje de la anécdota sus atmósferas -posibles gracias a la densidad emocional que las inviste- y la presencia de los personajes que las padecen: nostalgia por el deseo que surge en el cuerpo colmado que, por eso mismo, no alcanza a extender su placer más allá de lo efímero; nostalgia que intuye formas de la permanencia…... Kawabata, atormentado quizá, como muchos afirman, por una búsqueda incesante por develar la plenitud que instaura el vacío del tokonoma como el sentido de lo bello –ausencia que deviene espacio que se colma de sí-, que se nos revela en el instante del deseo –su aplazamiento y su realización- mediante la certeza poética de una historia de amor, que es así mismo comunión y desencuentro; y se sirve de Shimamura y Komako para decirnos que tal plenitud es vacío narrado en evocaciones; y lo hace haciéndonos saber lo que sus personajes son –no lo que hacen- en sus encuentros: intimidad expresada a instantes, familiaridad pasajera –anulación del otro por lo que de mí mismo no alcanzo a saber en ese espejo difuso de una alteridad que creo conocida, cercana, pero a la que he pretendido despojar de su misterio-, siempre proclive a sustituirse por la sórdida gratificación del avance del olvido; por esto mismo, intimidad voraz pues está construida de fugacidad; País de nieve es tokonoma, sentido del vínculo, estética, erotismo: imposibilidad irrebasable; instante pleno, sí, como el del abrazo y el de la mirada, del beso en el que los amantes (o el de aquella que ama y, a pesar, anhela el amor del otro –Komako, cualquiera de nosotros, la mujer del Compartimento C…) interpretan gestos, palabras y silencios, y los atesoran para construir con ellos el frágil cristal en el que se sostiene su gozo, el ansia de eternidad o comunión, transfiguración; mirada que es vida y existencia poblando de sus personales anhelos y paisajes y cuerpos y victorias, sus derrotas, el interior de Shimamura y Komako; mirada que no puede identificar en el otro aquello de sí mismo que le permita abrazar lo que se le entrega: la redención, una minúscula certeza de mí mismo en el instante revelador de todo éxtasis de la carne… esas miradas de los amantes que se imaginan espejos para la resonancia de lo amoroso, se tornan el laberinto de las discusiones con las que Shimamura y Komako justifican, cada uno para sí, esa cualidad paradójica de la separación, el alejamiento que supone la cercanía, el entramado emocional que lleva ¿a qué abrazo?... Shimamura va a la posada; puede creer que va ¿hacia quién?, que descubrirá -sin pesar, porque así lo ha permitido, porque toda pasión más temprano que tarde deviene helor del sentimiento- que Komako es una rutina, deseable y ardiente, si se quiere, pero una rutina de temporada –mejor, una costumbre obligada- con quien, entretenido por su conversación culta, sus virtudes y su erotismo dispuesto para él, pasará unos meses lejos de la ciudad, de sus esposa y de sus hijos –triángulo alimentado de tedio-; ¿va hacia quién en ese pueblo si en realidad Yoko (la mujer del Compartimento C…) parecía ser al principio el azar, el arribo a la estación, el encuentro verdaderamente furtivo que animan en él –eterna geometría de amar al otro indiferentes a quien nos ama-, en el momento en que la mira en el tren, la memoria del deseo, la nostalgia de lo traicionado en el territorio de la impermanencia de la intimidad; anhelo vencido por la progresión de un tiempo distinto a ese en el que transcurre el ámbito ritual de los amantes?... en esa trágica intersección de la plenitud con la aciaga presencia de lo cotidiano, Komako es la exigencia de lo vital y del presente, la usura y la furia femeninas en su entrega que pide, con la certidumbre de la derrota, compromiso a Shimamura para poder habitar, como posible retiro de su condición de geisha, una existencia propia: Komako es el signo trágico de la desesperanza que quiere de Shimamura el espejo para hacer resonar su vida; golpe en elsamisén que despierta de su letargo a Shimamura un momento, solo un momento; y éste despierta para reconocer que Komako es, si acaso, una parte de ese todo que significa para él lo que es gozar de lo que el País de Nieve le prodiga: un paisaje, el sobrecogimiento shinto que le provoca la permanente revelación de la naturaleza en la que están inmersos los aldeanos, los tejedores de seda; lugar en el que su nostalgia tañe sonoramente para decirle que el deseo nunca es colmado, que en la comunión de la estética y del erotismo –pathos amoroso-  puede no alcanzarse la redención, que quiere marcharse y que Komako quiere que lo haga para así dejar de atormentarse; que Yoko es justamente aquello que miramos en nuestro rostro pasmado frente al vidrio de cualquier ventana, como en la del tren donde todo va quedando atrásy quiere sospechar el futuro: lo que siempre quedará pendienteen todo abrazo entre los amantes… País de nieve es la metáfora con la que Kawabata llena el tokonoma de ese tiempoespacio eterno de la belleza, de lo inasible o irrealizable; es el cuerpo muerto y quemado de Yoko cargado por Komako; y con esta novela nos hace abordar la gesta del anhelo, la eterna punción del deseo que consume de pasión al hombre y a la mujer en toda entrega y los deja vivos para el drama de la nostalgia…


Notas
Yasunari Kawabata. País de nieve; traducción e introducción de Juan Forn. EMECE, Argentina, 2006

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